Lo arrancado (Silvia Pailhé)
Leo a Sábato en su libro “Antes del fin”. Encuentro, solitaria, una frase de Hugo Mujica. Me conmociono
de inmediato, porque me veo en esa nada en la que aparecí, sin preámbulos, de repente, después de una llamada telefónica, de una ambulancia, de buitres con heladeras azules, expectantes, que esperaban que
ocurriera lo que finalmente ocurrió, de una bolsa de plástico negro, de un último beso al cuerpito vacío, de
esa paz que llegó a sostenerme, de la certeza del ser más allá de esta tierra, de que era su momento para
partir, pero de que no era el mío.
“Yo me asusté con el primer silencio de tu muerte, que fue como si hubiera amanecido en el fondo del
mar”, vuelven, por enésima vez estos renglones de “El otoño del patriarca” y también la imagen de mis
otros hijos que me miraban, dulcemente desde la superficie, y el amor a la vida, intacto, inalterado ante
los hechos. Estaba ahí, en la nada, presintiendo, olfateando trazas de humores de raíces que, trepadas,
tal vez se convirtieran en tronco y en copa de árbol de todos los días. De árbol de plaza con gente, con
lluvia, con olor a pasto, con voces, con abrazos, con pájaros y nidos.
Sigo con la lectura. Sábato comienza diciendo: “Desde que Jorge Federico ha muerto, todo se ha
derrumbado, y pasado varios días, no logro sobreponerme a la opresión que me ahoga.”
“El dolor rompe el tiempo” es el título del capítulo, al que no había prestado atención. Vuelvo a la frase
de Mujica: “En lo hondo no hay raíces, hay lo arrancado”.
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