Abelardo Castillo, el escritor de todos los géneros, murió el pasado 2 de mayo
COMO NUESTRO EMOCIONADO
HOMENAJE A ESTE GRANDE DE LA LITERATURA QUE SUPIMOS DISFRUTAR, EN EL
ESPACIO DE LECTURA DEL AÑO PASADO .-
ES SEGURO QUE DEJA UNA
IMPRONTA IMPORTANTE EN LA LITERATURA ARGENTINA.-
EN ESTE DIALOGO QUE SU
ESPOSA SYLVIA HACE MÁS INTENSO, COMO SABEDORA DE UN FUTURO PRÓXIMO, ES
SUMAMENTE INTELIGENTE Y EMOCIONADO.-
LO SEGUIREMOS
DISFRUTANDO CADA TANTO.-
Abelardo Castillo, el escritor que sabía descubrir el
talento de los otros
Fragmentos inéditos del diálogo que el
escritor, fallecido hace días, mantuvo con La Nación en enero pasado
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PARA LA NACION
DOMINGO 07 DE MAYO DE 2017
Ilustración:
Ariel Escalante.
A las seis de la tarde del último 12 de enero,
Abelardo Castillo se preparó para recibir a La Nación a propósito del
lanzamiento de su último libro, Del mundo que conocimos (Alfaguara).
Una antología literaria de sus cuentos que puede funcionar como una confesión,
como una biografía. Porque cada uno de los relatos que él eligió publicar allí
tiene una historia detrás que marca un momento importante de su vida.
Como cada vez que recibía a un periodista, se disponía
a lucirse en una de las artes que mejor dominaba: la conversación. Aunque no le
gustara el momento de las fotos. La frescura y la tranquilidad de su casa de la
calle Hipólito Yrigoyen, en Balvanera, contrastaba con el calor de esa tarde de
verano y el infierno del tránsito a esa hora. Se sentaba frente a su tablero de
ajedrez con las piezas presentadas para jugar, con una de las bibliotecas de su
casa de fondo y lo primero que hacía era escuchar.
También, como cada vez, la escritora Sylvia
Iparraguirre, su primera lectora y esposa por 40 años, prestaba su ayuda para
que todo fluyera. Y desaparecía para dejar lugar a la intimidad de la charla.
Abelardo la invitó a sumarse cuando habían pasado dos horas en las que habló de
literatura, de amores, de desengaños. De la vida y de la muerte.
Ya sin grabador, la conversación siguió dos horas más.
Fue entonces que ella -y esto no había sucedido en entrevistas anteriores-,
como si quisiera que todo quedara registrado, comenzó a guiar la conversación
por anécdotas que muy bien conocía. "Contále esa anécdota, Abelardo";
"¿Por qué no le repetís en el grabador lo que dijiste recién?".
Quizás, de todos los presentes en esa sala aquella tarde, fue ella la más
consciente del paso del tiempo. De lo inexorable.
Mientras tanto, Castillo paseaba por algún libro de
Poe, o de Dostoievski, o de Sartre. Se acordaba de alguna discusión con Sabato,
o alguna cosa de Borges; también mencionaba a su amiga Liliana Heker, con quien
fundó dos de las más significativas revistas literarias de su época.
En las primeras entradas de su diario, publicadas en Diarios
1954-1991 (Alfaguara), hay citas a Tolstoi, a Heidegger, a Shakespeare, a Stern, a
Camus, a Gide. A Dante y a Whitman, pero también a Neruda, a Lorca y a tantos
otros. Porque también era un enorme lector.
Al momento de la entrevista hacía una semana de la
muerte de Ricardo Piglia y menos de un mes de la de Alberto Laiseca. "La
muerte ha hecho una masacre últimamente con los escritores del siglo XX",
dijo.
En breve será publicado el segundo tomo de sus Diarios, que empieza en 1992, con un escritor ya consagrado y su novela insignia
Crónica de un iniciado finalmente publicada. Y termina en 2006, con la temprana
muerte de una de sus alumnas preferidas, Paola Kaufmann (Premio Planeta, 2005).
En lo que sigue rescatamos algunos fragmentos de la charla de aquella tarde en
que Abelardo también habló de la muerte. De la suya. Dijo: "Yo odio la
muerte". Y se proclamó inmortal "mientras estuviera vivo".
-En "Also sprach, el señor Nuñez", un cuento
muy teatral, el protagonista es un oficinista. Usted tuvo un paso por ese mundo
¿Qué hacía en la oficina?
-Yo te puedo explicar cómo se escribe una novela pero
no cómo se trabaja en una oficina. Si trato de acordarme no tengo idea qué
hacía yo en la oficina. El señor Nuñez es una especie de mí mismo (que al
momento de escribirlo tenía 20 años), pero me agregué edad. Es curioso porque
ha vuelto a tener vigencia ese cuento. Y aquel era un oficinista sin
computadora.
-En Del mundo que conocimos está uno de sus
cuentos más raros, "Patrón".
-Yo no estaba seguro de si este cuento era
representativo de mis textos porque es el único que ocurre en el campo. Es la
obsesión de un hombre, "el patrón", por tener un hijo. Algo que
podría extrapolarse al deseo de dejar una obra perdurable. La relación brutal
entre ese hombre y esa mujer para mí era como si tuviera algo secreto que ver
con mi otro cuento donde toco el tema de la maternidad, "La madre de
Ernesto". Pero en "Patrón" hay una madre que reniega de su hijo.
Elegí este cuento porque fue el primero que escribí después de Las otras
puertas. Entonces estaba derivando hacia una zona muy gongoriana de la prosa.
Muy barroca. Y decidí escribir un cuento más directo.
-Ha sido reconocido como maestro de muchos escritores.
Liliana Heker dijo en varias entrevistas que le debe mucho.
-Yo se lo agradezco mucho también a Liliana, pero creo
que, si no me hubiera conocido, ella lo mismo hubiera sido escritora. Al igual
que Sylvia. Pueden decir que yo las impulsé a escribir o que yo las molesté.
Pero ellas ya escribían.
-Cuénteme de su taller, de su rol como maestro.
-Es que me aburre hablar de mí. Mi biografía está en
mis libros.
-¿Sigue tomando nuevos alumnos?
-Yo a veces no hablo de los talleres porque luego me
llama gente que cree que va a aprender a escribir y yo les digo que los
talleres no sirven para nada. A la literatura o la traés puesta o no hay nada
que hacer. Nadie puede enseñar a escribir.
-¿Pero por qué, después de tantos años, sigue dando su
taller?
-Porque me fascina hallar el talento. Cuando encuentro
el talento en otros, me siento feliz. Me pasa ahora en el taller pero también
me pasaba en las revistas literarias que dirigí. Cuando aparecía un buen cuento
lo vivía con tanta intensidad como cuando yo mismo lo escribía. Con los
talleristas siento una alegría personal -pero no porque sea mi alumno quien lo
escribe-, sino porque hay algo ahí que justifica mi vida, que es la literatura.
Tal vez esa esta es la respuesta: doy talleres porque cuando aparece algo bueno
también aparece algo que justifica mi vida, que es la literatura.
-¿Cómo detecta algo tan subjetivo como el talento?
-Se me revela, hay algo que me habla y que está ahí.
Lo que le pasa a cualquiera con un gran libro: con Ana Karenina, con La guerra y la paz, con Madame Bovary. Me pasa con la pintura. La primera vez que vi un cuadro de [Francis]
Bacon sentí que ese hombre pintaba para mí. [Leopoldo] Marechal lo llamaba
hermosura. Borges, belleza. Son los dos únicos escritores argentinos que se
atrevieron a hablar de esas palabras como si se tratara de algo natural.
-Hace seis décadas que lleva un diario. ¿En qué
momento? ¿Cómo lo escribe?
-Hay mucho que estaba escrito en papel, en cuadernos.
No puedo escribir en laptop, escribo en cuadernos o en una PC, pero no me la
puedo llevar de viaje. Cuando Sylvia y mis editoras me convencieron de
publicarlos, esas cosas me dieron trabajo: pasar en limpio. El primer tomo
trata de un escritor que se forma a sí mismo y que termina de publicar su
diario. El segundo tomo empieza en 1992 y va hasta 2006. Está todo el año 2000
y 2001 cuando el país se cae a pedazos. El 11 de septiembre, también lo cuento.
Yo estaba en casa, me llama Paola Kauffman y me dice: "¿Estás mirando
televisión? Han puesto una bomba o algo en las Torres Gemelas". Cuando
prendí, ví cuando los aviones chocaban. Yo le dije: "Si esto es cierto,
mañana empieza la guerra". Luego hay toda una serie de notas que
corresponden al poderío norteamericano. Ya es el diario de un escritor, el otro
es el diario de un adolescente que quería ser escritor. Y termina con la muerte
de Paola. Algunos me han dicho que el segundo tomo es más profundo, más ideológico,
más político.
-¿Cuál es hoy su rutina?
-No tengo rutina. No me cuido, no voy al gimnasio. Iba
cuando era joven: boxeaba, nadaba, remaba. Una persona que sabía bastante de
esto me decía que el cuerpo tiene memoria, por eso tal vez me veo vital. Pero
hace décadas que no hago ejercicios. Como cuando tengo hambre; he dejado de
beber hace como 40 años, soy adicto al agua. Hoy me levanté a las 6 de la tarde
porque anoche me quedé despierto. Yo vivo prácticamente de noche, escribo de
noche, hay más tranquilidad, estoy habituado a la noche. Ya lo dije mil veces
pero la noche no es para mí un momento en el tiempo, un lugar en el espacio.
Entro en la noche como si fuera a una casa deshabitada. Nunca me preocuparon
los horarios, no tengo una rutina. Digamos que tengo hábitos. Pero no tienen
nada que ver con la salud.
-¿Cómo se formó como lector?
-En el colegio. Teníamos doble escolaridad. Después de
la separación de mis padres, cosa que no era nada habitual en aquella época, yo
tenía 10 años. En 1945 entré pupilo al colegio. Teníamos un recreo largo de una
hora y luego lo que llamaban "la hora de estudio". Un momento en el
que estábamos por dos horas. Pero podíamos leer lo que quisiéramos. Ahí yo
aprendí la lectura. Me refiero a la sensación física, apacible, claustral de
leer que todavía conservo. Puedo escribir en el desorden más grande pero no
puedo leer en el desorden más grande. Alguna vez he dicho que si yo tuviera que
buscar al chico que fui de esas infancias múltiples lo iría a buscar a los
claustros de ese colegio. Aprendí una cierta paz y tranquilidad y como siempre
fui bastante independiente no tenía problemas con la soledad.
-Usted dice que nació en San Pedro pero nació en
Buenos Aires.
-Por elección. Pero hay hechos que yo recuerdo de los
10 años que los revivo en San Pedro y luego sacando cuentas me doy cuenta de
que no es posible que tal cosa haya sucedido ahí. Otros son de Plaza Irlanda,
mi barrio en Capital. Me identifico con Decurion, un personaje que ha vivido
dos infancias paralelas. Una de las mías fue en aquel colegio salesiano.
-¿En qué momento decidió no ser más católico?
-Yo fui -y tal vez sigo siendo- cristiano. Que es una
ética, una manera de estar en el mundo. En cuanto al religioso creyente que fui
lo dejé sin razonar. El Dios en el que yo creía era un Dios visible. Y un día
perdí esa fe y se terminó. Estaba leyendo a Descartes, que explicaba su
existencia. Entonces pensé que si el Dios en el que yo había creído tenía que ser
demostrado así, era porque no existía. La fe se había retirado de mí. Fue algo
natural.Soy básicamente un agnóstico. No puedo creer ni demostrar la existencia
de Dios y no puedo creer ni demostrar su inexistencia. Pero mi problema no es
con estas cosas sino con las cosas de los hombres, con la realidad.
-¿Qué opina de la figura del heredero literario?
-Yo creo que todo aquello que el escritor no ha
querido publicar no debería publicarse y se terminó. Pero si eso lo lleváramos
al fondo no tendríamos la Eneida ni la obra de Kafka. Es conflictivo. Porque
los papeles de un escritor que están en borrador son lo más íntimo que puede
tener una persona. Uno de los casos más raros y conflictivos y discutidos fue
el de los papeles póstumos de Nieszche que es el libro La voluntad de
poder. Eran inéditos, él nunca los hubiera publicado.
-En el prólogo de Del mundo que
conocimos pareciera dirigirse sólo al lector común a diferencia de otros escritores
que gustan hablarse entre sí.
-Sin el lector, la literatura no existe. Vos podés ser
escritor sin editores y sin colegas. Pero no podés ser escritor sin lectores.
Aun cuando yo no pienso para nada en los lectores al escribir, sé de su
importancia. Sostengo, como una especie de convicción, que la literatura son
dos movimientos vinculados a la libertad. La del escritor que escribe y la del
lector que lee. La unión de esos dos movimientos es el hecho literario. No hay
un Quijote sin mi lectura y eso hace que el Quijote nunca sea el mismo. Cuando
Cortázar escribe en Rayuela: "este libro es sobre todo dos libros",
tendría que haber puesto: "es sobre todo muchos libros". Porque cada
libro tiene tantas lecturas como lectores. De ahí que la literatura pueda
subsistir en el tiempo. Nosotros no leemos hoy a Shakespeare como se leía en su
época. Los lectores de antaño ni siquiera entenderían nuestro tipo de lectura.
Nosotros lo cargamos con nuestra historia y con los conocimientos de nuestro
tiempo. Leer Hamlet sin el aporte de Freud es inconcebible. Tal vez ni el propio Shakespeare hubiera
entendido esa lectura. Eso es lo que permite que sigamos leyendo a los griegos.
Cuando un libro está muy pegado a su tiempo muere prácticamente con su tiempo.
Hay libros que fueron muy importantes en su época y de los que nosotros no
conocemos ni el título. Pero cuando escribo ni se me pasa por la cabeza pensar
en el lector. Me interesa desde un punto de vista metafísico, humanístico, como
creador de la obra junto conmigo.
-Hay escritores pendientes de hablarse entre sí.
-Hay dos cosas que a mí no me interesaron nunca
realmente: ni la opinión de los críticos ni la de los colegas. No porque no
crea en la importancia de la crítica al saber en general. Pero al escritor no
le sirve. Y si a mí me importara estaría condicionando mi literatura a un
modelo de literatura. El único lector que puedo tener al escribir es una
proyección de mí mismo, fuera de mí. Casi se podría decir exagerando que uno
escribe para sí mismo.
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